Milagro de Caravaca en su Año Jubilar 2017

Acompañado de un reducido séquito del que formaban parte el amigo de Ginés, así como el joven caballero Ahmed Auf, el rey vestido con una indumentaria muy sencilla, fue acogido con expectación y silencio por aquel gran número de cautivos en el patio principal del alcázar de la ciudad de Caravaca, entre los cuales al canónigo le pareció distinguir a dos de ellos vestidos con la capa de la orden de Santiago, que seguramente habían sido hechos prisioneros en algunas de las escaramuzas que el rey Fernando sostenía con Zeit Abú Zeit en aquella región, siendo unos y otros saludados con amabilidad y cariño, añadiendo que venía a visitarlos para comunicarles que a partir de aquel día gozarían de una mejor atención en todos los sentidos.

Ante la duda de cómo establecer una primera relación directa con ellos empezó preguntándoles a cada uno sobre qué sabían hacer, y cuando llegó a Ginés, éste, luego de mostrarle el salvoconducto que le había sido expedido por él mismo para predicar en aquellas tierras, le contestó que el lo que sabía hacer era decir misa, acto a través del cual alababa a Dios y hacía peticiones para la salvación de los demás.

Sobrecogido el rey por aquel descubrimiento, y observar que indudablemente también estaba en deuda con aquel joven, le pidió que celebrara la ceremonia allí mismo.

Al responderle que no podía llevarla a cabo por no disponer de los ornamentos necesarios, el rey le sugirió que a dónde deberían ir sus emisarios a buscarlos, contestándole el canónigo que tenía que pedirlos a Cuenca.

No dudó Zeit Abú Zeit en enviar con urgencia a su ahijado Ahmed, quien escoltado por cuatro escuderos y asistido con dos machos de carga, para traer aquellas vestiduras, tomaron caminos y veredas en dirección a la ciudad del Júcar, a través de Moratalla, Socovos, Elche de la Sierra, Ayna, Moriscote, Aldazo, Peñas de San Pedro, San Pedro, Balazote, Barrax y La Roda; nombre este último, derivado del término árabe Rodva, que significaba tributo o impuesto, cantidad que pagaban los ganados trashumantes por atravesar las veredas y cañadas reales que confluían en la aldea, palabra que se transformaría más tarde en La Robda y, posteriormente en La Roda; cruce de caminos, y población en la que, después de unas jornadas infernales a través de la Sierra de Alcaraz, descansarían plácidamente una noche en la posada del Sol, centro que desde que hubiera sido liberado el pueblo por los cristianos, atraía a gran número de transeúntes, gracias al extraordinario prestigio adquirido por la buena dirección y atención de la familia Donate, que, oriunda de Valencia, se había instalado en este nudo importante de comunicaciones, hito también obligado de parada para diligencias y caravanas que comunicaba La Mancha con Levante y Murcia, reanudando el itinerario para alcanzar Sisante, Casas de Benítez, El Picazo, Alarcón, Valera de abajo, Valeria, Tórtola y Cuenca, quedando sorprendidos los musulmanes por la gran acogida que les dispensaron tanto el obispo como la familia de Ginés y los propios ciudadanos, que informados del motivo del viaje lo interpretaron como una gran idea abierta al entendimiento y la esperanza, invirtiendo diecisiete días en aquellas aproximadamente cien leguas entre ida y vuelta hasta que regresaron, espacio durante el cual el rey no dejó de visitar a los cautivos siempre que se lo permitían sus obligaciones, llevándoles el consuelo y el sustento para que subsistieran más aliviados.

El mismo día 3 de mayo de 1.232 volvieron los emisarios a Caravaca con los ornamentos, e inmediatamente el rey, luego de convencer a regañadientes a la reina Haila para que le acompañara a la ceremonia, ésta, tal vez por no contradecirle, accedió a la petición, procediendo inmediatamente Ginés a la preparación del acto, llevándose el canónigo la sorpresa de que al abrir el envoltorio le faltaba la cruz, hecho que le hizo rogar al monarca que le perdonara por no poder decir misa sin signo tan importante, instante en que Zeit Abú Zeit, entre enfadado y piadoso, alzó los brazos y los ojos al cielo en señal de súplica, siendo todos los presentes testigos de que dos ángeles, tras penetrar en la estancia a través de las ventanas, acercaban una muy vistosa al improvisado altar que había preparado Chirino, quien de inmediato inició la ceremonia.

A medida que Ginés se adentraba en los distintos apartados de la misa, se iban uniendo al grupo de seguidores algunos otros miembros de la familia real, además de aquellos cristianos cautivos a los que les había sido permitida su asistencia y, también aquellos caballeros de la orden de Santiago, así como otros testigos que, de manera curiosa, o iniciados en la fe de Cristo por Ginés en las mazmorras, pensaron que había llegado el momento de dar aquel paso definitivo junto a su monarca.

De acuerdo a la descripción que más tarde haría Ginés de lo sucedido aquel día durante la misa, resaltaba que, según se volvía hacia los oyentes a fin de seguir el curso del rito, bien fuera para pedir por sus pecados, o darle gracias a Dios por haberles reunido junto a él en aquel acto de sacrificio en su honor, pudo observar que una mayoría de ellos se encontraban especialmente iluminados de una luz especial, que el sudor cubría sus rostros y que parecían sentirse anestesiados, y en cuanto al rey Zeit Abú Zeit, que sus ojos no dejaban de mirar hacia aquel lugar por donde habían aparecido los ángeles portadores de la cruz, ofreciendo una impresión como si se sintiera extasiado.

Investigaciones posteriores aclararían que la santa Cruz de Caravaca estaba confeccionada con madera de la misma en la que había sido crucificado Jesucristo y, que, para exaltar como merecía el acto de conversión del rey moro, había sido arrancada por los ángeles del cuello de San Roberto, patriarca de Jerusalén.

También confirmaría años más tarde Ginés, que según le había contado el propio rey, éste no sabía de qué manera actuar, ya que desde el inicio de la ceremonia se le había ido el santo al cielo, como solían decir los cristianos, que no dejaba de alabar a Dios, le pedía perdón por prescindir de la forma que hasta entonces había entendido su presencia, y la que adoptaría en el futuro y, que, a partir de aquel instante, había sentido cómo poco a poco empezaba a liberarse su conciencia de aquellas cargas que permanentemente le agobiaban.

Finalizado el acto se retiró a sus aposentos, seguido de su familia y personajes más allegados para reflexionar acerca de la gran transformación espiritual que había sufrido, y pensar detenidamente sobre el paso que daría a continuación y, una vez en su dormitorio, tras valorar a solas las irrevocables evidencias que proponía el milagro, extrajo la conclusión de que, a pesar de lo trascendental que podría suponer para el futuro de su vida prescindir de un reino, y poco menos que abandonar a alguno de sus hijos, indudablemente merecería la pena dejarse llevar al encuentro de la recién aparecida en él orientación religiosa.

A pesar de haber tomado una clara determinación, aquella noche no resultaría muy proclive para su descanso, ya que no dejaba de preguntarse si lo requerido por la Providencia compensaría a dejar todo lo conseguido, mientras la voz de su conciencia le sacaba de dudas al insinuarle que no sería ni el primero ni el último que ponía en juego una privilegiada posición material a cambio de inimaginables compensaciones espirituales.

Enrolado en estos pensamientos transcurrían las horas sin conseguir dormirse, por lo que en el intento de calmarse, decidió hacer frente a la realidad exponiendo lo siguiente:

"Sé que la línea a seguir es una misión que me obliga a dejar a mis hijos ante una gran responsabilidad bajo la intemperie del miedo a futuros conflictos, a la fiebre del frío de no contar con una mano firme que les calme la angustia del dolor y a la lejanía, pero el deber me llama desde otro lugar y por mis convicciones he de atender sus ruegos. Hasta ahora he dado mi alma y mi vida por mis ideas y mi destino, pero al descubrirte vestido de otra forma, quiero depositarlas en tus manos."

A la mañana siguiente, lo primero que haría sería reunirse con sus asesores de justicia y de finanzas para desarrollar leyes y mandatos sobre cómo legar parte de las posesiones reales a aquellos que las trabajaban, entre los que había muchos iniciados en la fe cristiana, y especialmente a aquel abultado grupo de cautivos a los que dejaría libres el mismo día, haciendo prometer al tutor de sus dos hijos mayores, de quince y diecisiete años, que quedaban al mando de la región, que tanto ahora, como cuando llegaran a la mayoría de edad, se comportaran de manera tolerante con los cristianos. Y en otro apartado de aquellas leyes, quizás por simple olfato político, también hacía indicar de manera muy clara, que, de momento, no cedería la corona a ninguno de ellos, no fuera que aquella decisión que, de manera radical había tomado, no resultara de su entera satisfacción, y pudiera regresar a dirigir a los moradores de aquella tierra que tanto amaba.

A continuación mandaría unos emisarios a Toledo para comunicar al rey Fernando lo ocurrido, y solicitarle permiso para trasladarse con su familia a vivir a Cuenca, lugar del que tenía muy buenas referencias para establecerse una vez abrazado el cristianismo, y donde su amigo Chirino seguiría ejerciendo su labor, confiando en que le fuera concedida tal licencia, así como la de entrevistarse con él para fortalecer lazos de amistad y cederle derechos en algunos territorios.

Aquellos enviados a la capital del reino sólo tuvieron oportunidad de ser recibidos por el rey durante unos minutos, ya que a su llegada, el monarca estaba a punto de partir hacia una de sus habituales correrías por Andalucía, aunque al ser informado de asunto tan importante, esperó para extender un documento privado en el que permitía al rey moro trasladarse a residir a Cuenca, haciendo notar que ya tendrían oportunidad de reunirse para hablar de otros problemas.

Mientras regresaban aquellos miembros de su embajada, Zeit Abú Zeit, se dedicó a preparar todo lo relativo al viaje y resolver cuantos asuntos requería su salida de Caravaca.

Cuando volvieron los emisarios y le entregaron el documento firmado por Fernando, el rey se quedó un poco desilusionado, porque esperaba que el monarca castellano dejara todas sus ocupaciones y le invitara a una puntual entrevista con él.

No obstante el había decidido marcharse a Cuenca y, además tenía el permiso, pero en lugar de renunciar a aquellos privilegios en favor de Castilla, pensó que si Fernando no acudía de inmediato a visitarle, iría a ver a Jaime I, del que sí estaba seguro, abandonaría cualquier proyecto para recibirle y, sería este monarca el principal receptor de sus ofertas.

Finalizados todos los trámites, a los pocos días salía de la fortaleza de Caravaca una gran caravana de carruajes fuertemente escoltada, bajo la dirección de Ahmed, en la que viajaban el rey y la reina, dos de sus hijos más pequeños, sus asesores en todos los campos y personas más allegadas, muchos sirvientes y algunos de aquellos cristianos que habían sido liberados, que se irían quedando por el camino en sus lugares de procedencia, a excepción de aquellos que se dirigieran a Cuenca.

En aquella comitiva y, en un carromato justo detrás del cortejo real, viajaba, por orden expresa del rey, el canónigo don Ginés Pérez Chirino, quien desde que ocurriera el milagro, también por deseo del monarca, no se había separado de él y los suyos, para ir asesorándoles en sus primeros pasos como futuros cristianos.

Unos días antes de su partida de Caravaca, Zeit Abú Zeit, a requerimiento de Ginés, había enviado a un grupo de seis hombres, a los que acompañaba aquel asesor personal e íntimo amigo de Chirino, además de aquellos dos caballeros de la orden de Santiago, don Pedro Monfort y Belvis y don Juan de Cuenca, con quienes el canónigo se había venido reuniendo aquellos días a fin de preparar la llegada a la ciudad, así como los aposentos más apropiados para tan altas dignidades, por lo que en Cuenca ya estaría todo dispuesto cuando llegara la comitiva.

Con anterioridad a la salida de aquellos primeros emisarios, Ginés, con el permiso del monarca, había adelantado a un correo con una serie de instrucciones para el obispo don Gonzalo Yáñez, a fin de que les recibiera acorde con la categoría de las personalidades que en breve llegarían a la ciudad, por lo que una vez arribado el grupo de avanzadilla de la comitiva, las autoridades, tanto gubernamentales como religiosas estuvieran perfectamente aleccionadas, e informaran a los diferentes estamentos y jefes de las distintas minorías de la llegada de aquel rey moro que, con toda seguridad, se convertiría al cristianismo, porque había sido protagonista de un trascendental milagro en Caravaca.

Cuando el vigía de turno observó que la caravana se encontraba a una legua de la ciudad, avisó al obispo don Gonzalo, y éste no dudó en dar la orden de que empezaran a sonar las campanas, para que, quienes lo desearan, pudieran asistir a tan relevante acontecimiento.

Antes de entrar en Cuenca, el propio Ginés, acompañado de dos jinetes solicitó permiso para adelantarse e informar al obispo y autoridades de que todo transcurría según lo previsto, y ser él en persona, el que presentara al rey y su cortejo a las autoridades.

Unos banderazos desde lo alto de las almenas del alcázar indicaron al jefe que dirigía la caravana de que ya estaba todo dispuesto para el recibimiento y, cuando el cortejo subía por aquella callejuela tan empinada hacia la catedral, las trompetas del castillo empezaron a sonar, mientras el gentío se iba concentrando en las proximidades de la entrada.

En aquella todavía reducida explanada no cabía un alma y cuando aparecieron los primeros carromatos se formó tal alboroto que apenas permitía el paso de la comitiva.

Entre aquel nutrido grupo de carrozas aparecieron dos, vistosamente engalanadas, en las que venían los reyes y sus familias que, entre entusiastas vítores de los concurrentes, se dirigieron a la puerta de la catedral.

El propio obispo don Gonzalo, el canónigo Chirino, regidores de la ciudad, jefes de las minorías musulmana y judía, Jesús y Cohen, entre los que se encontraban aquellos caballeros de la orden de Santiago, Monfort y Juan de Cuenca, se apartaron del grupo receptor y se adelantaron para recibirles, siendo Ginés, una vez que el rey echó pie a tierra, el encargado de presentarle a cada uno de ellos.

Cuando el monarca, en un gesto piadoso intentó besar el anillo del obispo, éste le cogió del brazo insinuándole que todavía no había llegado el momento, ya que este privilegio estaba reservado exclusivamente a los cristianos.

A continuación descenderían de los carruajes el resto de la familia, que de igual forma irían siendo presentados a las autoridades, y luego que el obispo dirigiera unas palabras de bienvenida a todos los integrantes de la comitiva, ésta, ya acompañada exclusivamente de las autoridades, continuó calle arriba hacia el castillo, donde el rey y su cortejo serían alojados.

Durante un largo espacio de tiempo todavía permanecería allí reunido el gentío, mientras por iniciativa del obispo continuaban repicando las campanas.

En meses sucesivos se comentaría entre los ciudadanos de Cuenca cómo el rey moro "era un hombre muy bien criado y comedido, humano, justo y alto, de aspecto real, ojos muy hermosos, rostro venerable y lleno de majestad, tenía el cabello largo y llevaba siempre un bonete de seda en la cabeza, e iba muy bien vestido y acompañado siempre de sus hijos y criados".

Una vez instalados en Cuenca, el rey Zeit Abú Zeit, inmediatamente, empezó a recibir doctrina cristiana de la mano del propio Ginés quien, con permiso del obispo, se acercaba a diario a la alcazaba para ofrecerle sus conocimientos.

Desde el primer momento, ambos, monarca y canónigo, al margen de las metas que cada uno se había marcado, empezaron a estrechar mucho más aquellos, hasta ese momento efímeros lazos de amistad y de cariño.

Ginés era un clérigo formado sobre profundas raíces religiosas y recios sentimientos humanos: ¡vaya si lo estaba! ¡Por algo había sido discípulo predilecto de don Julián! -aquel sencillo personaje del que día a día se hablaba más acerca de la gran obra que había realizado, y asentado los cimientos de la que, a partir de su muerte, sería la constante a seguir por aquellos que le habían conocido, o oído hablar de él. Y Ginés era un claro y fiel ejemplo como firme continuador de tan anhelados proyectos.

Prueba de ello es que, tal vez por mediación del obispo, él había sido elegido, primero para ser como una especie de apuntador en aquel reparto en el que, el rey moro sería el protagonista principal de una obra a la que aún le faltaban secuencias para finalizar el primer acto, debido, tal vez, a que algunos de los actores no parecían asumir con la solvencia deseada el papel para el que habían sido designados.

Ginés conocía por Zeit Abú Zeit que la reina y sus hijos dudaban en dar el paso definitivo a la conversión, e incluso le parecía observar que el mismo rey, a veces parecía un tanto dubitativo en el mismo sentido, actitudes que desanimaban al canónigo, pero aceptadas por alguien que era consciente de que un cambio tan importante en la vida de un ser humano, en ningún caso debería producirse por someterlo a presiones, sino más bien asumido con libertad por los propios afectados, aunque él no dejaría de influir con su ejemplo y su trabajo en la preparación del terreno.

Pero él conocía sus posibilidades, ya que no era don Julián que seducía a sus feligreses, además de con sus ejemplos, también con milagros; él tendría que limitarse a colaborar en su preparación, ya que creía que lo que le había sucedido en Caravaca a Zeit Abú Zeit, eran estímulos más que suficientes para abrazar el cristianismo.

Como venía observando cierto cansancio en la cara del rey, una de aquellas tardes le propuso salir a dar una vuelta por los alrededores, eligiendo la Hoz del Júcar, escenario por el que tantas veces anduvo don Julián, donde el pensamiento se alarga y hace atraer a la memoria del visitante secuencias que pudieron llevar a cabo, tanto el obispo limosnero como aquellos pobladores del neolítico y civilizaciones posteriores que tuvieron la fortuna de recorrer con sus miradas aquel paisaje de ensueño, paseado miles de años después por don Julián, a quien en aquel momento quiso Ginés sacar a colación para intentar fortalecer el ánimo de Zeit Abú Zeit en cuanto a sus posibles dudas.

Y el recordatorio de una extensa cascada de sus hechos pareció surtir efecto en el sentir del rey moro, ya que aquella noche, el espíritu del obispo limosnero se hizo eco en su propia conciencia, dejándose escuchar:

"No deberías seguir dudando de tus decisiones, ya que las insinuaciones que te he mostrado son signos más que elocuentes e inequívocos de lo que quiero de ti desde la primera vez que me acerqué a visitarte. Que no se cansen tus ojos de mirarme, ni los de quienes te acompañan en secundarte y, estar seguros de que allá a donde os encontréis estaréis preparados para hacer decantarse en vosotros la preferencia espiritual que represento".

Merced a aquellas señales, y a su arduo empeño en ponerse al día en los diferentes apartados de la religión cristiana, a las pocas semanas, Zeit Abú Zeit, se sentía preparado para recibir el bautismo, así como la confirmación como cristiano, confesión y comunión, sacramentos ampliamente explicados por Ginés, de los que, a pesar de estar convencido de que eran los principales pilares en los que se basaba esta doctrina, le costaba por entender, obviando esta faceta y admitiendo que el desechar aquella especie de duda, aún le llevaría algún tiempo, no siendo así en cuanto a la reina Haila, quien a pesar de que también había presenciado el milagro, y secundado a su marido en su decisión, tal vez por aquello de la sensibilidad femenina, o el pensar que, entre otras prerrogativas, ella iba a ser la única esposa del monarca, se sentía tan perpleja que le costaba mucho creer y, esto le hacía reflexionar y, cómo no, dudar de cambio tan trascendental en su vida, aunque, a pesar de su escepticismo, se incorporó a recibir también enseñanza relativa al aprendizaje de costumbres cristianas, y nociones de otros comportamientos que correspondían a una dama de su categoría, de la esposa del morisco Jesús, y de las de aquellos caballeros conquenses de la orden de Santiago, familias con las que también empezaban a establecer amistad, a fin de poder incorporarse cuanto antes a aquel nuevo mundo al que iban a pertenecer.

Sin embargo, todo aquel cúmulo de preocupaciones hicieron que la reina se estresase hasta el punto de empezar a sentirse indispuesta y desanimada, llegando a pensar si todo aquello que otros suponían como la llamada de Jesús, no era producto de su imaginación, intercesión divina o tentación diabólica, signos que le hacían intransigente a observar otro tipo de luz que no fuera la de su fe en el islam, acrecentándose su enfermedad e intensificándose en ella aquel sufrir de alucinaciones en las que veía a dos personajes que deseaban seducirla para que siguiera sus doctrinas: Mahoma y Jesús, decidiendo que ella respetaría las formas de pensar de sus seguidores, y también las de todos aquellos de los que ella había oído practicaban muchas otras diferentes de entender la presencia de Dios, deduciendo de estos comportamientos que por encima de unas y otras creencias, ella seguiría confiando en Alá: aquel ser Supremo del que no le quedaba ninguna duda era realmente su Señor, y las enseñanzas que predicaba su profeta Mahoma, de las que estaba plenamente convencida eran las verdaderas.

Llegado a conocimiento de Zeit Abú Zeit de lo que le sucedía a su esposa, éste, en contra de su voluntad, ya que en aquella época el simple hecho de que la reconociera un médico era poco menos que pecado, no dudó en someterla a tal prueba, que dio como resultado que la reina era objeto de una profunda depresión que podía degenerar en demencia.

Asustado el monarca ante aquel imprevisible revés, además de seguir un tratamiento que le llevara a mejorar, agilizó los trámites para recibir cuanto antes el bautismo y los demás sacramentos.

Para tan grandioso acontecimiento, se había elegido como marco la catedral y, para administrar las aguas bautismales al propio obispo don Gonzalo Yáñez, ayudado del canónigo Ginés Pérez Chirino y dos sacerdotes, ante la presencia de las autoridades y un nutrido grupo de cristianos viejos, más los más destacados moriscos de la ciudad, entre los que se encontraba la familia de Jesús. También estaban invitados don Pedro Monfort Belvis y don Juan de Cuenca, caballeros de la Orden de Santiago, que serían los padrinos del bautismo de la familia real, recibiendo el sagrado sacramento el rey Zeit Abú Zeit, que eligió ser llamado Vicente Fernández Belvis, en honor a su padrino; la reina Haila, que, de alguna manera forzada por la situación y por no disgustar a su marido accedió a ser bautizada y, a sugerencia del obispo, eligió llamarse Elena, como la madre del gran Constantino, emperador bizantino, que también se había convertido al cristianismo.

Una vez finalizada aquella larga ceremonia, que aglutinaba el bautismo, la confesión y la comunión, llevada cabo con la solemnidad que merecían personajes tan ilustres, el rey les ofreció un banquete en el alcázar para agasajarles, mostrándoles a continuación las reformas que había introducido en las diferentes estancias, así como una muy especial adjunta al salón principal que se había habilitado como capilla, donde, en su pequeño altar, ya pendía la imagen de un cristo crucificado, y una reproducción de aquella cruz de dobles brazos que habían llevado los ángeles para presidir la ceremonia de la santa misa en Caravaca.

Aquella noche resultaría muy especial para Vicente, ya que, a pesar de haber visto cumplido su deseo de hacerse cristiano, y estar completamente convencido de su actitud, no dejaba de pensar en cómo se había purificado mediante aquellas aguas bautismales, cómo había quedado absuelto de sus pecados mediante aquella confesión con el obispo, cómo había sido confirmado como cristiano mediante una pequeña señal impuesta en su frente y cómo había recibido el cuerpo de Jesús a través de aquella sagrada forma, llegando a la misma conclusión que en varias ocasiones le había expuesto Ginés: "así estaban dispuestas las cosas en la doctrina de Jesús desde que Él las estableciera entre sus seguidores más directos para hacerlas extender después al resto del género humano que se sintiera atraído por esta devoción, y así había que aceptarlas: todo, absolutamente todo, estaba condicionado a tener fe".

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