Andrés, de 24 años, es de Caravaca de la Cruz. Creció con dos hermanas diez y doce años mayores que él, de manera que, por ser el único niño y además el menor, vivió en un «ambiente de cariño tremendo». Su familia era creyente, aunque no especialmente practicante. Aun así, cuando tenía entre tres y cuatro años, Andrés decía que quería ser cura, e incluso jugaba a celebrar la Misa. «No tengo conciencia de que Dios me haya llamado en un momento concreto; sino que, desde niño, he tenido una inclinación natural a las cosas del Señor; una intuición casi innata de que consagraría mi vida y sería sacerdote», dice Andrés.
Su parroquia era El Salvador, en Caravaca de la Cruz, que estaba atendida por Jesús Aguilar, entonces párroco; y por un sacerdote mayor, «el cura Paco». Un testimonio, el de estos dos sacerdotes, que siempre admiró. «No sé qué veía en ellos, pero los otros niños querían parecerse a jugadores de fútbol; y yo, a mi párroco y a aquel cura mayor». Allí, en la parroquia, empezó a ser monaguillo. Desde los siete años, acudía a la Eucaristía todos los días para ser acólito y, en alguna ocasión, invitado por su párroco, participó en los campamentos de verano del Seminario Menor San José. Más adelante, la Parroquia El Salvador recibió la visita de las reliquias de san Juan de Ávila y fue ese día cuando Andrés le dijo a su párroco que quería entrar en el seminario menor. Primero, estuvo yendo varios meses durante los fines de semana; y, al curso siguiente, ingresó como interno, a la edad de 12 años. «En el seminario menor el Señor me regaló no amistades, sino fraternidades muy profundas», recuerda.
Mientras era seminarista menor, iba junto con sus compañeros un instituto público, «como cualquier chaval». «Fue un tiempo muy fecundo; éramos “apóstoles de instituto”, lo pasábamos muy bien; los compañeros nos tenían mucho cariño y nosotros a ellos, y tuvimos la oportunidad de hacer apostolado ahí». Al tiempo, Andrés ha sido padrino de Confirmación de algunos de estos compañeros y ha mantenido el contacto con varios de sus profesores, que llegaron a acompañarlo en su ordenación diaconal.
Terminado el bachillerato, Andrés pasó al Seminario Mayor San Fulgencio. Su segundo año allí lo vivió con una inquietud: descubrir si su vocación era realmente lo que Dios quería, o si, por el contrario, no era más que un empeño personal. «Viví un tiempo de reflexión, de preguntarme si esto era de Dios, si merecía la pena; de decidir que, si llegaba a ser sacerdote, era para ser santo, para dar la vida en esto». Durante unos meses, continuó su formación en el seminario, aunque no en régimen interno; y estuvo discerniendo con su «padre espiritual», porque si algo tenía claro era que el sacerdocio no podía vivirse de forma mediocre. «Siempre me ha impresionado mucho pensar que Dios se ata al conjuro de la voz de un hombre; que, ante las palabras de consagración dichas por un sacerdote, Dios se hace presente. Eso tenía que vivirlo con radicalidad». Finalmente, decidió confiar y seguir adelante.
La etapa en el seminario mayor ha sido, para Andrés, «un tiempo hermoso», y las pastorales realizadas en los distintos años, «una ayuda tremenda». Sirvió en Cáritas, en una residencia de ancianos, en la Delegación de Pastoral Vocacional y en la Parroquia Nuestra Señora de la Asunción de Alcantarilla. «El del seminario ha sido un tiempo de fascinarme por una persona, Jesucristo; de descubrir un amor que me trasciende, un Dios que ha entrado en la historia, que se ha hecho hombre; y no solo eso, sino que ha ido mostrándome que lo que él quiere para mí es algo que me sobrepasa: hacer a Dios presente en medio del mundo».
Después de su ordenación diaconal, que tuvo lugar el pasado diciembre, pasó a servir en la basílica de la Purísima de Yecla. «Esta parroquia me ha robado el corazón, ha sido una gozada poder empezar el ministerio del diaconado allí». Su ordenación sacerdotal se celebrará este domingo en la basílica de la Vera Cruz de Caravaca, a las 19:00 horas. Para su ordenación, Andrés ha escogido como lema una cita de Isaías (63, 1): «No temas, que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío». Un lema que, en los días previos a su ordenación, resuena junto con las palabras que el papa san Juan Pablo II pronunció en Madrid, en su encuentro con los jóvenes en Cuatro Vientos, y que lo marcaron profundamente: «Merece la pena dar la vida por el Evangelio».